El asesino de los implantes

Comisaría de Independencia   1             Novela de ciencia ficción policíaca

Madrid, año 2050. La humanidad aumenta su esperanza de vida con multitud de implantes artificiales, la calidad de vida es muy alta y el índice de crímenes está bajo mínimos. Todo parece tranquilo en la modesta comisaría de Independencia, hasta que tiene lugar lo que parece el crimen perfecto: el asesino solo ha tenido que apretar un botón.


¿Cómo detener a alguien que mata a distancia? ¿Qué relación pueden tener las víctimas, un joven de clase media y un millonario jubilado? Sí, los dos llevaban un implante que fue saboteado, pero gran parte de la población está en la misma situación, incluido Carlos, el veterano policía que bebe descafeinado por culpa de su robot coronario.


El tiempo se agota y el comisario no para de sudar y maldecir su mala suerte: con un agente novato, otro alcohólico y el último viejo, tecnófobo y obsesionado con un antiguo enemigo, el caso tiene pocos visos de resolverse. ¿Podrán dar con el asesino antes de que sea demasiado tarde?


Este libro de ciencia ficción policíaca está estructurado en capítulos cortos en los que prima el diálogo ágil y en los que se plantean incógnitas a la vez que aparecen nuevas pistas. Por ello, esta novela es perfecta para leer en el metro o para devorarla capítulo tras capítulo hasta descubrir el final.

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Avance de los primeros capítulos



1 LLUVIA ÁCIDA


Rio de Janeiro, año 2025 d. C.


Antonio supervisó los dispositivos de seguridad, como hacía cada mañana desde la inauguración de la central. Mientras pasaba el Checklist que él mismo había redactado, saludó a Gonzalo y comprobó las luces de su panel. Nunca le temblaba el pulso cuando tenía que echar la bronca a un trabajador, pero aquel día se mostró menos quisquilloso que de costumbre porque estaba apático y cansado.

No era de extrañar, pues apenas había dormido porque le dolía la prótesis de cadera. Además, Antonio estaba ya aburrido de hacer siempre lo mismo. Se había pasado años amenazando con redactar un informe negativo sobre el equipo de contención y ya nadie le creía. Lo más triste era saber que no podía cumplir su amenaza. Con suerte, los operarios leerían el hipotético informe y se encogerían de hombros, mientras que los altos mandos lo ojearían con cara de póker y lo archivarían en un cajón.

Todo lo que Antonio había conseguido en diez años de servicio era un sueldo escaso y desprecio en abundancia. Se sabía de memoria las escusas de los jefes de planta. "¿Para qué una redundancia tripe? -le decían-. Los circuitos integrados se han perfeccionado, si ya son más inteligentes que las personas". Y Antonio tenía que tragar. Si se ponía tonto, los jefazos contratarían a otro que se portara bien y rellenase la columna izquierda de su apreciada lista de control, así de sencillo.

Cuando Antonio se retiró, Gonzalo fue a activar la palanca de la cámara de sellado y vio que no encajaba en su sitio, así que utilizó la de emergencia y siguió observando los monitores tranquilamente.

Gonzalo salió cinco minutos antes de que acabara su turno, que era lo justo para poder fichar sin ser penalizado. Colgó el dosímetro en su sitio y se cambió de ropa mientras silbaba una canción. Su sustituto llegó cuando apuraba un sándwich de máquina y un refresco.

-La palanca se ha vuelto a atascar -dijo nada más verle.

-¿Otra vez la maldita palanca? -respondió el otro, que se llamaba Juanjo-. No sé por qué usan cosas tan viejas. ¿No podían poner un botón o algo? Por favor, si hasta el teclado de mi móvil es táctil.

-¿A mí que me cuentas? -dijo Gonzalo con la boca llena-. Díselo a Toño, que lo único que mira son las lucecitas del panel. Parece que quiere tocar las narices. -Hizo una pausa para beber un trago de su lata de Fanta y continuó-. Estoy seguro de que el muy idiota no sabría cambiar las pilas a una radio, encima se pavonea con su ridícula carpeta como si fuera un ejecutivo.

-Y que lo digas. Yo tampoco le trago, pero qué se le va a hacer. ¿Qué es eso? -Juanjo dio un respingo.

La alarma de evacuación había saltado y una luz roja parpadeante indicaba que la emergencia era de verdad, no un simple simulacro. Una voz estridente daba órdenes personalizadas a los trabajadores. Los pasillos se llenaron de gente asustada. Comenzaba el protocolo de emergencia número 5. A Gonzalo se le revolvieron las tripas.

-Deberías ir a ver qué sucede -dijo.

-A mí no me cuelas el marrón, técnicamente es tu turno -protestó Juanjo, quien sintió un calor repentino fruto de la responsabilidad-. Mira, tú eres el experto, tienes que ir a resolver la incidencia, esto es importante.

-A mí no me pagan para solucionar marrones, que vaya otro -dijo Gonzalo, quien trataba de ignorar la condenada voz metálica-. Yo me voy a casa, mi mujer me está esperando.

Saltándose las normas, Gonzalo desapareció de la vista y Juanjo se quedó solo sin saber qué hacer. "Lo primero es lo primero -se dijo. Cogió su bolsa mirando a ambos lados del vestuario y volvió por donde había venido.

Los días que sucedieron a la evacuación fueron tensos en la ciudad. Los canales sensacionalistas no paraban de hablar de un desastre ecológico y de la posibilidad de un vertido contaminante que arruinaría la atmósfera. El resto calmaba a la población con las imágenes de la vasija de hormigón intacta mientras los supuestos expertos hablaban de las acciones correctivas que ya estaban en marcha.

Antonio trataba de mantener la calma atrincherado en su casa. Su mujer y su hijo Peter no hacían más que preguntarle sobre lo sucedido, pero él respondía con evasivas. Ni siquiera permitía poner las noticias. Sin embargo, su rostro palidecía y no dormía bien por las noches. Su mujer callaba, pero sabía que pasaba algo grave.

A las dos semanas los ciudadanos supieron de la existencia de un vertido a la atmósfera. Cundió el pánico. Los supermercados se vaciaron y se prohibió comer alimentos frescos de la región, lo cual era una catástrofe para la economía local.

Entonces llegó la lluvia y la situación fue a peor. El perímetro de evacuación se aumentó tanto que resultó inviable ponerlo en práctica. No se puede desplazar a millones de personas en unos días, así que se establecieron turnos.

-Iré a la central y pediré que nos trasladen -dijo Antonio-. Esto se ha ido de madre.

-Si vas allí no te dejarán volver -respondió su hijo Peter-. Tú eres el responsable de seguridad.

-Me encargo del papeleo, no soy un técnico, no tengo nada que hacer en una emergencia.

-Da igual lo que digas, te van a echar la culpa.

Su madre mandó callar al chico, pero este desobedeció y se enfrentó a su padre con una sangre fría impropia de su edad. Tan solo tenía nueve años.

-Escucha papá, lo que tenemos que hacer es quedarnos en casa y esperar a que todo se aclare.

Juliana propinó un guantazo al niño, quien la miró compungido.

-¡Vete a tu cuarto! -gritó ella. El niño obedeció llorando a lágrima viva-. Sabes lo que tienes que hacer, cariño. No puedes huir de las responsabilidades para siempre.

El sonido del timbre acompañó las palabras de la mujer. Antonio se secó el sudor de la frente y se dirigió a la puerta. Por la mirilla distinguió el rostro de dos agentes de policía.

-Abra, señor Holybird, sabemos que está en casa.

La mano temblorosa del hombre giró el picaporte. Los policías entraron y le inmovilizaron como si se tratase de un criminal.

-Tiene que venir con nosotros, señor Holybird. ¿Creía que iba a marcharse de rositas? Está metido en un buen lío.

-¡Yo no he hecho nada! -gimoteó este-. No pueden presentarse así en mi casa, esto es ilegal. Tengo mis derechos.

Uno de los policías le puso las esposas y le sacó al porche a empujones. Peter, que observaba la escena desde la ventana de su habitación, golpeó el cristal con rabia mientras gritaba desesperado.

-¡Dejad en paz a mi padre! ¡Lo vais a lamentar! -exclamó enrabietado.

Los policías subieron al detenido al coche patrulla y arrancaron inmediatamente. La mujer de Antonio echó una pastilla efervescente en un vaso de agua y se sentó en la cocina. Peter bajó las escaleras a la carrera y salió al porche.

-¿A dónde vas? -preguntó su madre, pero no hizo ademán de ir tras el niño hasta que este abrió la puerta de casa-. ¡Espera! -ordenó al ver que Peter se escapaba-. ¡Tienes que ponerte el traje protector!

Peter corrió tras la estela del coche de policía, el cual pronto estuvo fuera de su alcance. La frustración hizo que el niño tropezara y cayera de bruces en un charco.

Se levantó empapado y lleno de impotencia; agitó los brazos y gritó a los cuatro vientos. En respuesta, las nubes descargaron el agua contaminada y Peter sintió un picor intenso en la cara. Desesperado y asustado a la vez, corrió a refugiarse debajo de un soportal.

Las calles estaban desiertas. Una densa capa de lluvia tóxica regaba la ciudad. Peter Holybird se acercó a un escaparate y vio su rostro reflejado, tenía la cara enrojecida y llena de llagas. Se frotó el rostro por instinto y su estado empeoró. Entonces se quitó el jersey y se secó la cara lo mejor que pudo. El picor era insoportable.

Jamás volvió a casa.



2 SUENA EL TELÉFONO


Madrid, año 2050 d.C.


-¡No, no, no! Deja quieto el cable del teléfono -protestó Carlos, quien estaba perdiendo la paciencia-. Es el único que funciona de todos estos trastos del demonio.

-¿Quieres dejarme trabajar? -respondió Diego-. La conexión inalámbrica tiene que ir bien -murmuró para sí mismo-. El problema debe estar en otra parte.

-¡Bah! Los jóvenes de ahora no sabéis hacer más que juguetear con los cables. Parecéis médicos en vez de policías.

Diego tecleó las contraseñas de la comisaría y esperó a que la barra de progreso llegara al final. Entonces, una voz artificial negó cortésmente el acceso a los archivos.

-No entiendo el problema -dijo Diego con resignación-. Hice lo mismo con mi portátil y funcionó.

-¿El viejo cascarrabias te ha dado un portátil? -replicó Carlos con una cínica sonrisa-. Qué generoso se ha vuelto con los años. -El hombre se levantó de la silla-. Antes gruñía cuando le pedías un lapicero. Voy a por otro café, ¿quieres uno?

-Sí, claro -respondió Diego, quien estaba enfrascado en su tarea-. Extra dulce.

-Tendrás que portarte mejor si quieres dos azucarillos -contestó Carlos mordaz-. Normalmente es el novato quien sirve los cafés, ¿sabes?

El veterano policía salió del despacho y fue directamente a la máquina. El ambiente de la pequeña comisaría era muy relajado. María ponía cara de interés ante la pantalla y un policía hablaba por teléfono sobre las noticias.

En la comisaría de la calle Independencia nunca había ajetreo, como en la mayoría de las de la ciudad.

La gente normal ponía las denuncias online y recibía las multas en sus correos electrónicos, con comodidad y sin recargo alguno. El trabajo rutinario de un policía era tan sencillo como cualquier otro, solo que ellos llevaban un arma al costado y patrullaban las calles durante cinco días a la semana.

Carlos apretó el botón del descafeinado y protestó para sus adentros. El médico le había prohibido el alcohol, la sal y la cafeína. ¿Para qué servía entonces su robot coronario? ¿Para vivir una vida de abstinencia durante cien largos años?

Cuando la máquina acabó, le pidió amablemente que retirara el vaso. Volvió a meter su tarjeta y presionó el botón del café cortado. "¡Dios santo! Hasta mi compañero imberbe toma el café como Dios manda -dijo hablando solo.

Regresó a su despacho con los dos vasos en la mano, por lo que tuvo que abrir la puerta de una patada. Uno de sus compañeros le miró y sonrió antes de volver a sus papales.

-Aquí tienes tu café -dijo extendiéndole el vaso de plástico-. ¿Has conseguido algún progreso o tendré que entretenerme viendo la tele?

El joven se encogió de hombros y se acercó para coger su vaso.

-Me doy por vencido -respondió-. Habrá que llamar a un informático, esto no hay quien lo resuelva.

-¿Y para eso me has hecho perder toda la mañana? -rezongó el policía veterano-. ¿Por qué no repites lo que has hecho en tu portátil? No puede ser tan difícil.

-Menos difícil es dar al botón del azúcar -replicó Diego dando un sorbo-. No hay quien beba esto. Parece que soy el chico para todo en esta comisaría. ¿No vale con que tenga que jugarme la vida patrullando?

-Tú no sabes lo que es jugarse la vida -dijo Carlos mientras destrozaba su vaso y lo lanzaba a la papelera-. Hace veinte años los policías nos jugábamos el pellejo a cada salida. Claro que entonces las noticias de sucesos llenaban los periódicos. Ese viejo teléfono echaba humo y siempre traía malas noticias.

El teléfono comenzó a sonar como si quisiera atestiguar las palabras del veterano policía. Carlos miró a su compañero con cara de sorpresa y se apresuró a contestar.

Después de una larga charla, colgó y miró a Diego con cara de pocos amigos.

-Coge la placa y la pistola, novato -dijo mientras se ponía su chaqueta de cuero-. Tenemos trabajo que hacer.



3 EL PRIMER MUERTO


En la discoteca se había armado un buen follón. Oscar, que era el patrullero que había solicitado refuerzos, lo había hecho por un buen motivo. El aforo era de quinientas personas y la máquina de la entrada marcaba que estaba completo. Las tardes de los jueves resultaban muy atractivas para los jóvenes.

Salvo por el horrible cartel luminoso de la entrada, nada hacía pensar que se hubiera cometido un delito. Al menos no había vecinos curiosos pululando por la zona, las pesquisas se estaban realizando con discreción.

Carlos fue el primero en pasar por el lector su tarjeta policial, después lo hizo Diego. Cuando se abrió la segunda puerta, el panorama era mucho más caótico de lo que hacía suponer el exterior. La música estaba apagada y la pista de baile atestada de gente que murmuraba nerviosa. Pegado a la barra se encontraba Oscar.

-¿Qué ha pasado? -le preguntó Carlos con su tono de desdén. Le funcionaba bien el rol de tipo duro porque no lo había aprendido en el trabajo.

-Acaban de llevarse a un chico al hospital -contestó Oscar-. No podrán hacer mucho por él, ya estaba frío.

-¿Ha sido muerte natural o nos toca trabajar?

-Modérate un poco, hombre. La novia del fallecido está en shock. Aquí hay mucha gente que empieza a impacientarse.

-Diego -dijo Carlos ignorando al patrullero-, identifica a toda esta gente. Que te den un teléfono de contacto, alguien tendrá que declarar.

-¿A todos?

-Sí, a todos -se reafirmó-. Así darás uso a tu nuevo portátil-. Miró hacia la pista de baile y después a los camareros de la barra. Y llévate a comisaría a unos cuantos, evita a los que estén muy borrachos. Busca a alguien especialmente nervioso, a un camarero y a alguno de los clientes habituales. -Volvió su atención hacia Oscar-. ¿Cómo murió?

-Cayó al suelo de repente, fue una muerte súbita. La novia declara que quedaron a las seis, tomaron unas copas y decidieron venir a bailar. No he podido sacarle más.

-¿Crees que está mintiendo? -preguntó Carlos.

-¡Claro que no! Tiembla como una niña porque no comprende qué ha podido suceder.

-Habrá que hablar con el forense, a ver qué opina. ¿Fue ella la que nos avisó?

Oscar entrelazó los dedos en un signo claro de nerviosismo.

-No -respondió-. No hizo falta. Yo estaba en el piso superior. Te lo digo porque confío en ti, Carlos, pero al jefe ni una palabra.

-¡Vamos, Oscar! ¿Otra vez dándole a la botella? No me gusta ser paternalista, pero el alcohol y la placa son malas compañeras.

-Solo he bebido un par de copas -respondió el patrullero disgustado-. Es otra cosa, ya me entiendes -dijo con una media sonrisa.

-Hace veinte años te habría entendido, ahora soy demasiado viejo -contestó Carlos-. Bueno, esta gente tiene prisa y yo también. ¿Dónde está la chica?

-En la cocina- dijo Oscar apuntando detrás de la barra. Carlos hizo ademán de marcharse, pero Oscar lo agarró del brazo-. Ten paciencia con ella.

-Claro, seré un encanto -contestó Carlos, quien se liberó del agarrón-. Anda, haz algo útil y vete a ayudar a mi compañero. Seguro que se le está acumulando el trabajo.

Oscar se dirigió al gentío que se amontonaba en la pista de baile. Bajó las escaleras que conducían a las mesas y se sentó al lado de Diego, quien interrogaba a una cuarentona con el aspecto de alguien que lleva dos días sin pegar ojo.

El patrullero se limitó a observar cómo se desenvolvía el novato. Diego tecleaba a velocidad de vértigo en su recién estrenado portátil. Parecía tranquilo, aunque la procesión iba por dentro. Estaba claro que se le acumulaba el trabajo y que no podría controlar a tanta gente. Su problema era que seguía la orden de su compañero al pie de la letra, lo que no era necesario.

-Vamos, deja de hacer el tonto -le dijo Oscar-. Podemos sacar la identidad de todos estos tipos en el lector de la entrada. No será necesario comprobarla porque hay una cámara de vídeo justo al lado de la puerta.

-Así que el viejo me estaba tomando el pelo -dijo Diego, quien se apresuró en cerrar su lector de huellas digital-. Esta se la guardo. ¿A quién te llevarías como testigo?

-Llévate a quien quieras -contestó Oscar-. Yo tengo que hablar un poco más con el barman.

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